"Gestación"
por África Mesa Rubio
"Ha aparecido una ballena en el patio. Me he alegrado tanto... Una narrativa surrealista sobre la maternidad, la transformación personal y los vínculos emocionales inesperados..."
Historias que emergen del alma, narrativas que abrazan la experiencia humana en toda su complejidad.
Cada cuento es un universo, cada palabra una puerta hacia territorios inexplorados del corazón y la mente.
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Sumérgete en estas narrativas cuidadosamente seleccionadas que capturan la esencia de la experiencia humana contemporánea.
por África Mesa Rubio
"Ha aparecido una ballena en el patio. Me he alegrado tanto... Una narrativa surrealista sobre la maternidad, la transformación personal y los vínculos emocionales inesperados..."
por Sebastián Defranchesco
"Afuera, tras un breve instante de quietud, irrumpe en la avenida un crescendo diésel... Una narrativa experimental que explora la conciencia fragmentada y la realidad urbana contemporánea..."
por Nelli Itzanah Castro García
"Alguna vez me golpeé con el borde de un objeto; de cuerpo inexistente y aroma imperceptible. Perdí una pequeña parte de mi cuerpo; fue de esas heridas que trazan una ruta de la mente a los pulmones..."
por Constanza Lucía Rocha Hernández
"Su mejor amigo había llegado de forma inesperada. Una historia emotiva sobre la amistad incondicional entre una niña de trece años y su fiel compañero de cuatro patas que la acompaña a través de mudanzas, cambios y el paso del tiempo..."
por Benjamín Contreras López
"La noticia pasa por la tele más de una vez y las imágenes pixeleadas acosan... Una narrativa intensa sobre la violencia doméstica, el fanatismo religioso y las consecuencias inevitables de una vida construida sobre mentiras..."
por Adolfo Alejandro Conrado Mendoza
"Hoy mismo me moriré, lo tengo clarito... Una narrativa intensa sobre la culpa, el sacrificio familiar y las decisiones irreversibles que marcan el destino de tres generaciones..."
por Ayelén Vallejos Lucero
"He perdido la noción del tiempo, empecé a las diez de la noche a tallar... Una historia íntima y poética sobre la identidad, el trabajo nocturno y los sueños que se entrelazan con la realidad..."
por Miguel González Troncoso
"Desde la esquina de la calle desierta el hombre miraba con nostalgia la casa que alguna vez fue suya... Una historia de redención sobre la caída y el renacimiento de un hombre que busca recuperar su dignidad..."
por Fino Sosa
"Dejar las harinas. El alcohol. Los dulces y las ganas de inmolarme... Un relato íntimo y crudo sobre los ciclos de autodestrucción, las promesas incumplidas y la búsqueda de redención personal..."
por Luis Pincheira
"Doña Etelvina volvió del centro de rehabilitación confiando plenamente en que ya estaba curada... Un relato de terror psicológico sobre la paranoia, la culpa y los espejos oscuros del alma humana..."
por Mariella Maisonnave
"Me preguntaron qué era mi casa... Un ensayo poético e introspectivo sobre la identidad del hogar, los lugares que habitamos y la hermosa metáfora de llevar nuestra casa a cuestas como los caracoles..."
por Mariella Maisonnave
"Felipe acababa de tomar el café más amargo... Una historia conmovedora sobre el trauma, la pérdida y cómo los recuerdos dolorosos pueden transformar nuestra relación con elementos básicos de la vida..."
por Christian Camilo Useche Pineda
"Aquí duerme el zapato que bailó en la sala, su hermano desapareció primero"... Una historia profundamente conmovedora sobre una niña que crea un cementerio para objetos desechados, explorando la memoria, el abandono y cómo los niños procesan el dolor...
Una reflexión profunda sobre el dolor, la sanación y el regreso a uno mismo
por Nelli Itzanah Castro García
Alguna vez me golpeé con el borde de un objeto; de cuerpo inexistente y aroma imperceptible. Perdí una pequeña parte de mi cuerpo; fue de esas heridas que trazan una ruta de la mente a los pulmones, de esas que hieren más por el suceso que por la gravedad de su apariencia.
Perdí un trozo de mi piel; dejé de sentir, dejé de escuchar, dejé de creer que el sonido estaba limpio y la sonrisa era aún sincera.
Dejé de hablar; no podía ni quería hacerlo. Intenté no pensar para controlar el dolor, dominé la respiración que tanto empeño ponía en sobrepasar su rítmica y traté de dar respuesta a mis amigos con la tranquilidad que lo hace alguien que no ha sufrido un golpe al ego y al enterizo de su cuerpo; esto último lo logré sabiendo que con ello rasgaba heridas viejas obstinadas en volver a sangrar.
Llegué a casa manejando una bici recién comprada que aún me trataba como una desconocida, me zarandeó por todo el camino antes de recordarme que no me consolaría hasta que le revelara algún buen secreto, uno fuerte y conciso capaz de resistir el disparo de un arquero al romper la voz de quien le tiene.
Entré a mi cuarto y comencé a llorar. Busqué una gasa y un poco de barro para untar. No pedí al estante el botiquín; contrarrestar el malestar físico no importaba si con ello no mejoraría mi estado anímico.
Acepté que el incidente era solo una excusa para contemplar todo aquello que no quería ver, preferí ser consciente de la punzada física antes que del pinchazo emocional.
Vendé mis manos mientras me miraba los ojos enrojecidos frente al espejo, me lavé la cara y tomé agua para estar lista en caso de querer perder alguna otra flecha.
Pasó la tarde y la linterna tuvo que despedirse también. Me acosté en la cama y volví a llorar; quizá de dolor, quizá de desgracia; sigo creyendo que en esos casos es mejor no saber el porqué de la emoción.
Esa noche no soñé, tampoco le escribí al corazón.
Desperté al día siguiente con el rostro deformado; quizá del paso de mi propio llanto, quizá de saber que estaba volviendo a ocurrir; al final no me importó si con ello no pude volver a dormir.
Regresé a la escuela sin saber que así comenzaba la primera semana de inestabilidad mental. Me golpeé con un árbol, me ofendí con el canto de una lechuza y olvidé que mi lugar seguro era también un lugar ordinario.
Me cansé, repetirlo sin razón me agotó, verle cada día me asfixió, pensar en una solución me mató.
Imaginé que podría decir adiós, regresar por los aires y suspenderme ahí, marchitarme por voluntad propia evitando tropezar con la cronofobia que hasta entonces se asomaba con sabor a miel.
Me olvidé de hacer preguntas, pensé que sería mejor ir tras la corriente; estrellarme más pronto de lo que un cuervo negro escapa a la tormenta.
Mi cuerpo dejó de doler y aun así mi persona se olvidó de volver. Tuve que llamarle por varios días, tuve que llorarle varias noches, incluso tuve que intentar leer el cielo para simular el hallazgo de sus huellas.
Estuve a punto de ceder, soltarle la mano y obedecer.
Quería volver a casa, quería recuperar el sol, quería dejar de pensar, callarme, dejar de buscar y andar sin engañarme. Quería volver a sentir aun cuando todo lo que había hecho era para mitigar el efecto que se salía de control.
Mirar hacia adentro no funcionó, hablarle a mi madre me volcó, pensar en mi padre me dio el lujo de juzgar el verbo y darme cuenta de que seguía haciendo lo mismo al romper una y otra vez el peso de mi palabra.
Me perdí por semanas y aun no sé si he regresado. Me moví en automático y resolví el trabajo de un ser sociable como lo planeado en el calendario. Cumplí con el número de horas de sueño, invertí mi cama para probar lo que era dejar de respirar, dejé de responder a su canto hasta que de pronto ya no pude más.
Y entonces comencé a gritar, grité tan fuerte como jamás lo había hecho, grité en la escuela, grité en el baño, en la habitación, frente al espejo, le grité a ella, le grité a mi familia y también me grité a mí.
Grité hasta consumirme en el humo de mis propias marcas, hasta caer exhausta en la rueda que sigue andando aun cuando la oscuridad quiere no verla más.
Caí de rodillas y gateé como lo hace alguien que solo quiere estar de nuevo en el hogar.
Viajé a sus brazos y al silencio de su compañía, le dije que le amaba y que odiaba hablar cuando la música aún se escuchaba.
Me susurré al oído lo que todos me habían dicho y nadie había creído. Dejé de huirle y le acepté como sus ojos lo habían hecho al verme partir. Acepté su ruptura y le contemplé en la pared vieja de la cocina.
Pensé en hablarlo y recibir una respuesta, pensé en soltarlo y descuidarme de lo que la gente pudiera de mi vida saber, pensé en hacerlo explotar sin reprenderlo más. Pensé muchas cosas para al final recordar que abofeteándome también podía regresar a mi centro, podía canalizarlo sin ahogarlo en el silencio de quien pretende escuchar sabiendo que no puede entender más de lo que su propia vida le ha permitido experimentar.
Un día la corteza vieja se cayó; dejó de doler para dejarme soñar.
Una noche los árboles florecieron de color amarillo, las estrellas fueron rojas y los pasos volvieron a ser firmes.
Volvió, de pronto todo volvió. Las preguntas rondaron generando cosquillas en la nuca, cerrar los ojos dejó de dar miedo y despertar tuvo un poco más de equilibrio.
Escuché las palabras de dos abuelos hallados en la puerta de un castillo en torres derruidas por el paso de los años. Encontré una respuesta, una que por ahora me es suficiente.
Me aferré a la potencia de mis piernas y al manejo de la bici viendo el cielo en las mañanas.
Me volví a enamorar y quizá por eso ahora toda marcha como algún día el ambiente me recibió al bajar del avión que a kilómetros de mi casa me lanzó. Volví a ser una flecha recordando que alguna vez el arco también debe descansar.
Un día dejé de llorar, dejé de escapar. El rin volvió a girar como el vinilo en una tarde al interior de mi ciudad.
Autora de "Dopando realidades"
Una historia sobre la amistad incondicional entre una niña y su mejor amigo de cuatro patas
por Constanza Lucía Rocha Hernández
Su mejor amigo había llegado de forma inesperada. Con trece años, ella ya se consideraba capaz y responsable para cumplir el mayor deseo de cualquier niño: una mascota.
Después de constantes insistencias a sus padres, ellos salieron un sábado en la mañana y regresaron más tarde con lo más bello que habían visto sus ojos hasta entonces: era pequeño, de color café oscuro, con una mancha blanca en su nariz y alrededor de su cuello.
En cuanto lo pusieron en el piso, el pequeño cachorrito encontró su lugar en el regazo de la niña, deshaciéndose en lengüetazos y fuertes movimientos de su cola. Ella estaba feliz, por fin se cumplía su sueño, y el perrito en sus brazos reflejaba la misma felicidad.
–Laura, tenemos que ponerle nombre– le dijo su papá, antes de empezar a soltar una lista de nombres. Les tomó mucho, pero lograron llegar a la decisión final.
–¡Tifón! Que se llame Tifón– les arrojó Laura. –Mírenlo, sí parece, está dando vueltas por toda la sala–. Su mamá solo pudo asentir.
–Me parece adecuado, se llamará Tifón.
Sus primeros días los recordaba con mucho cariño. Al pequeño Tifón no le gustaba dormir solo, por lo que dormía entre los cuartos, donde era más fácil para él despertarla para ir a la escuela. Por el contrario, a ella no le gustaba ir, quería pasar cada minuto con él.
Sus días favoritos eran los días lluviosos, ambos salían a correr y a llenarse de lodo. Después de brincar juntos en cada charco que encontraban en el parque, regresaban a casa dejando charcos más pequeños por donde pasaban, siendo perseguidos por los gritos de su madre que se enojaba por el desastre hecho.
En días que no llovían, encontraban refugio en un pequeño jardín retirado de su casa; no pertenecía a ninguna otra, era solo un espacio agregado, sin paredes y poco concurrido. Conforme la adolescencia y los cambios de humor se volvían insoportables, ese jardín se convertía en un escape de todo lo que la pudiera molestar o dañar.
Pasaban mucho tiempo juntos ahí, mientras Tifón jugaba y jugaba y jugaba, agotando sus infinitas energías de cachorro. Para Laura, eran los momentos en los que se dejaba llevar, pensar, llorar o simplemente disfrutar los juegos de Tifón. Sin embargo, los atardeceres ahí se sentían mágicos, con los hermosos colores del cielo y las parvadas que navegaban a grandes velocidades en el aire.
Durante los primeros meses de su llegada, el mundo de Laura se había iluminado, pero cambió con la noticia de una mudanza. Fue inesperado, muy repentino, pero, afortunadamente, tenía cuatro patitas que la sostenían.
El nuevo lugar era… solitario, era la mejor manera de describirlo. No conocía a nadie, casi no se animaba a platicar y conocer a nuevas personas; eran meses complicados para ella. Aunque, claro, estaba Tifón con ella, tomando el rol de acompañante y protector ahora que estaba más grande.
En las noches que la tristeza llegaba arrastrándose en la oscuridad, Laura le susurraba:
–Eres mi mejor amigo y siempre lo serás, ¿verdad?
A lo que él respondía con un lengüetazo que siempre conseguía sacarle una risa.
Por fortuna, su prolongada soledad se disipó pronto: con el inicio de la escuela, las amistades comenzaron a llegar y, de pronto, dos años pasaron volando.
La llegada de una pandemia mundial cambió su vida y la de su familia de manera drástica, con largos períodos de aislamiento. Fue un tiempo difícil para todos en la casa, menos para Tifón, quien fue el que la hizo replantearse toda la situación.
Tifón estaba contento todo el tiempo, subiéndose a los sillones, estando entre ellos como familia, disfrutando de morder huesos en las camas y haciendo travesuras en cada ocasión que encontraba. Se portaba como un cachorro a pesar de tener casi cuatro años, y todos en la casa lo amaban siendo el bebé enorme que era.
Otro cambio. Otra mudanza, un miembro de la familia yéndose a otro país, soledad de nuevo. Un año que pasó en borrones y llantos, su única constante siendo el cachorro que había criado y que se comportaba como el mejor amigo que siempre necesitó.
Entre nuevos inicios, lágrimas, dolor y toda la confusión de tomar una vida entera, romperla y ponerla de cabeza, no se volvió a sentir sola, su perrito era su mayor confidente, y el simple hecho de verlo jugar le traía calma a su vida.
Ahora, Laura observaba a Tifón dormido a sus pies. No se dio cuenta del momento en el que un año se convirtió en cuatro, y cuatro en ocho; su hocico, si bien ya tenía una mancha blanca natural, se había tornado platinado, al igual que las orillas de sus ojos. Su pelaje, antes de un café oscuro, comenzaba a tornarse dorado por la falta de color, y la enorme mancha blanca que rodeaba su cuello se extendía cada vez más.
En cada uno de esos pelos platinados, estaba una risa suya, una lágrima que le había confiado e infinitos besos que le había dado. Le traía nostalgia, pero también una gratitud infinita de poder compartir su vida con él.
Autora de "Creciendo a tu lado"
Una historia íntima sobre la identidad, el trabajo nocturno y los sueños que se entrelazan con la realidad
por Ayelén Vallejos Lucero
He perdido la noción del tiempo, empecé a las diez de la noche a tallar, creo que el gallo cantó una vez, deben ser las dos de la madrugada, mis entrañas rechinan como la silla de Lulea, siento mis manos entumecidas por el frío, es momento de terminar mi trabajo por hoy.
Me acerco a la fogata de leños y le agrego los últimos troncos que quedan para este mes y recién estamos a 15. El calor penetra mi piel y dejo de temblar, observo con ternura a mi abuela que se ha dormido tejiendo una cesta de yeal y pienso que trabaja desde los 6 años y muy pocas veces la he visto descansar.
Lulea respira entrecortado, hace una semana que la neumonía no la deja trabajar, le beso la frente y la cubro con más colchas.
Mientras me froto las manos, calculo que si vendo 10 luleyeros y 5 cestas en la feria de Soyelén, nos alcanza para comprar ese arrope de llantén y chañar de la botica de doña Haydee.
El gallo cantó 3 veces, pero no puedo pegar un ojo, el silencio me aturde, el corazón galopa muy fuerte, este cuerpo ya no me pertenece, necesito escapar de él. Miro por la ventana, la luna llena se refleja en el Lago Rovalén, la respiración comienza a aquietarse, me cercioro de que Lulea siga dormida y cierro mi puerta.
Abro el baúl de los recuerdos de mi madre, cuanto la extraño, remuevo todo hasta encontrar mi vestido favorito, me lo pongo con emoción, me veo al espejo roto, me empiezo a reconocer, los zapatos están un poco deshilachados, pinto mis labios rojos con flores de quintral, agarro mi saco agujereado, ya estoy lista para ir a trabajar.
El gallo cantó de nuevo, el sol se asoma detrás del Cerro Luleyero, la nieve comienza a derretirse, se avistan los primeros brotes primaverales, siento mis pies fríos, la noche ha sido larga y helada, me siento cansada.
Lulea me recibe con té caliente y un pan recién horneado, yo la abrazo fuerte y le preparo el arrope que compré.
Me recuesto en mi cama, me despierto en la mitad de la noche, siento las manos frías, me siento confundida, no hay fogata, ni Lulea, sólo un par de montañas y puñados de nieve que caen detrás de mi ventana, el silencio me aturde los huesos.
Siento mi cuerpo adormecido por la realidad o por el sueño, me quedan pocas horas para descansar y el gallo cantó de nuevo.
El tiempo se difumina entre la vigilia y el sueño,
entre la identidad propia y la que necesitamos para sobrevivir,
mientras el gallo marca los ciclos eternos de la vida.
Autora de "El canto del gallo"
Una narrativa experimental que explora la conciencia fragmentada y la realidad urbana contemporánea
por Sebastián Defranchesco
Afuera, tras un breve instante de quietud, irrumpe en la avenida un crescendo diésel de semáforo a semáforo, de X a Y, para allá y viceversa. Adentro, a tres pisos de distancia, la idea fija, el terror, sin la posibilidad de verlo de otro modo: es una equis que no mueve a y mucho menos viceversa; o tal vez una cruz bajo los pies, una diana, el símbolo de una castidad impenetrable.
Helo aquí, piensa: heme en medio del pecho, en el mordisco sin coordenadas, oyendo motores carraspear hacia un agudo y frágil bollito de papel aluminio; casi una a, así de minúscula, por el súbito anuncio de un tren partiendo al sur.
En segundos comienza el encuentro; ya se desplegaron las mangas y la hinchada está que arde por el retorno del crack. ¿Debería masturbarse? Y a la pregunta le sigue un minuto de silencio, que ni llega a minuto ni es de silencio. ¿Duda?
Pero el castellano muerto se autoproclama actualizado; tal vez sea cierto y pueda ir contra natura, aunque todo indique un mal juego con tanta marca encima. Mejor no pensar: dejarse llevar por la pendiente, de X a Y, hacia el vacío de un dial eyectado al cosmos, al vertedero informativo: lo que se dice la realidad tal cual es, un espectro boyando.
– ¡Maldita máquina! ¡Nada de lo que hago funciona!
– (Calma)
No es más que ingresar y empaparse un poco para disipar la calentura del roce atmosférico. Con treinta y siete grados y dos rayitas se está bien; el drama es el bajón: más y más y más… Hasta sintonizar la voz de un aquí y ahora pisando el final de una tanda – y la producción ya lo tiene en línea, pero la conexión es débil y se entrecorta.
Un virus, no le cabe duda que es un virus.
Buenas tardes, doctor, ¿qué puede decirnos al respecto? Pero no lo diga ahora, que tengo a las noticias encima. ¿Sí? Cinco pitidos cortos y uno largo.
Tacos altos, tacos finos, un chusmerío de bronce y la vecina de arriba da un portazo. Se descalzan dos tabas sobre el parqué – un día bueno o un día malo - y diez segundos se pierden a medias, pues el tiempo no da para soquetes.
Algo se le cae al techo: Sapiencia… Tipeos sobre los pasos, conversando en ella suena y él lo escribe.
"Lo que hay que saber" (sic) se le trepa por la espalda y es una quimera que lo centra de nuevo en sí mismo.
Entonces oye el timbre del portero, a seis o siete chancletazos de distancia; y con cada chasquido entre el talón y el hule va creciendo en él un deseo inmenso por ver el mar. Atiende: de lejos, el ronroneo de un barco fantasma encubre una voz que le revela que no son aes, sino ees las que circulan comprimidas del otro lado de la línea.
Los carriles rechinan de nuevo: sin duda es un tren afirmando sus ruedas apestañadas, sumándose a la contienda, a la opinión profesional, a las efemérides.
– ¡Komarov! ¡Komarov!
– ¡Nada de lo que hago funciona!
Penetre caliente, mantenga la calma. Y en tal caso, doctor, usted insiste en compresas frías para aliviar la fiebre. Exacto; y apenas el brote, la cuarentena.
Una pausa, o el mal de pocos según ellos, como los titulares cantando el himno, los de hoy, los de ahora, donde él se detiene a puerta abierta bajo el umbral. Antes, una silla rasga el techo camino a una mesa – su atrás - y hacia la izquierda – su derecha. Son cuatro rayones negros sobre un revoque con la palidez de un cráneo pulido.
Silencio………. Un chasquido: ni pasado ni futuro. Cero ansia, cero hambre, y la burbujita del nivel en el centro. Se recuerda que es un detalle ocupando un lugar, titilando entre X e Y, entre un mar y un naufragio.
O a la espera de la visita, derecho a un hipocampo con la jubilación de un futón tragamonedas, remontada por un rechinar de poleas y un conteo en rojos 1, 2, 3…
Autor de "Epstein Barr"
Una narrativa intensa sobre la violencia doméstica, el fanatismo religioso y las consecuencias inevitables de una vida construida sobre mentiras
por Benjamín Contreras López
La noticia pasa por la tele más de una vez y las imágenes pixeleadas acosan. Insisten en tatuarse rebeldes en el inconsciente. Todos dicen todo, pero nadie sabe nada, nos dijo el viejo que vende cidis a gritos. Los pacos lo detuvieron, pero su rostro no aparece por ningún lado.
Las noticas siguen. Entrevistan a una mujer vieja con un marcado hematoma palpitándole en sus cachetes. No es capaz de modular sin que los ojos se le tricen. Su lengua torpe roza con los dientes cuando intenta reclamar por su esposo ausente y por ese desgraciado del Guillermo Mesa, pero no consigue decir nada.
Las imágenes vuelven a sintonizarse en el terminal de buses, en el almacén de la esquina y en el living de mi casa.
La voz cibernética del locutor anuncia que es un Nissan... Es un Nissan del 60 color verde opaco, como los desechos de un basural, en el que se mueve el Guillermo Mesa, el hombre, el hombre gordo y hediondo. Casado hace años. Sin hijos. Toda su vida en el pasaje Miguel Carrera.
Información: que se ponía corbata cuando venía a la feria, que su segundo nombre empezaba con R, que nos ayudaba y nos recibía los diezmos. Nada más. Nada útil.
Según dicen, don Guillermo ese día salió de su casa y se montó en su auto en cuanto abandonó la cama en donde había dejado a su mujer recién cacheteada, la misma polola que había tenido desde sus años mozos en el liceo, cuando aún era flaco y su estómago no era una pelota de celulitis laxa columpiándose, cuando quizás aún era feliz.
Tal vez la Julissa también fue feliz.
No se sabe.
De ella no se habla.
Probablemente, cuando conoció a Guillermo también era delgada y sus uñas no estaban gastadas por el cloro de la ropa. Y quizás su cuerpo no era una triste arquitectura ósea.
Pero no importa. Solo se habla del Guillermo.
Ese día, luego de salir y hallarse un buen rato circulando, el hambre más que la culpa le demandó parar el motorcito enfermo de su auto y le exigió salir a dar unos pasos por ahí. Según se constató, al caminar siguió su rutina conocida.
Viendo los mismos puestos y toldos inamovibles, los mismos quiltros hambrientos y al asecho dándole vueltas por su costado, las mismas calles, las mismas colillas de los Pall Man tiradas en el mismo lugar que ayer o antes de ayer. Todo igual en la feria.
Cada pieza bien articulada en su lugar, en esa esquina, en esas calles. Cada mierdita en su posición tan ensayada, todos cumpliendo con una coreografía estricta dictada por la compra y la venta.
Finalmente, deja de mirar el suelo y saca de un bolsillo un billetito arrugado para entregárselo a la vieja del puesto más cercano mientras una cumbia del Chico Trujillo se hace atmósfera desde un parlante generoso. Intercambiando su papel verde por un líquido fluorescente del mismo color, giró la tapa enana entre sus velludas manos ladrillo y de un sorbo extenso vació la botella.
En este orden las cosas pasan:
La bebida humedece su bigote canino.
Las calles están casi vacías y la cuneta es un buen asiento.
Sentado, mira su auto y cuenta. Quizás para asegurarse de su conciencia, enumera cada carácter de la matrícula, esbozando cada sílaba como si fueran un gran descubrimiento y convenciéndose cada vez más de ello.
Que 6, que 4, que 8, que F y luego un qué hace acá, que nada, que bueno y un a-d-i-ó-s. A Guillermo Mesa, aun habiendo despabilado un poco, no se le pasaba lo curado y no tenía ni idea de con quién había hablado, aunque de suposiciones no carecería, pero ahora daba igual ¿o no?
A los curaditos se les debía perdonar las faltas de comprensión, esas cosas le pasan a uno cuando le pega, pero cuando a uno le pegan los grados, el mareo, lo chico y lo grande, no ese otro tipo de pegar como él lo había hecho con la Julissa y ella sollozó en respuesta a la mano colérica azotándole su rosto ahora hecho rojo.
El alcohol descansa en la tráquea.
La vida de Jesús inhibiendo, culebreando.
Pasando un rato aun mirando de forma fija el auto, ahora viéndolo verde caca, don Guillermo Mesa logra anestesiarse parcialmente del golpe y deletrea con su lengua lacia cada elemento de la lata en la parte baja de su Nissan. Piensa entonces que está mejor.
Se para. Vuelve sus manos al cuero del volante. Pone la marcha. Anda. Tras los cristales ve la misma monotonía que en dirección contraria juraría que acaba de ver, las mismas porquerías tiradas en el suelo, solo que ahora una voz desconocida le llena la cabeza.
Una jodida voz musicaliza el paisaje que sus ojos ven mezclándose con la velocidad oprimida por su pesado pie, la misma voz que le habló a ese Guillermo botadito. Qué hola, pastor; qué cómo está; y una cara, solo ahora dibujada en el desconcierto, despidiéndose con una mano oscilando rápido.
Guillermo piensa ahora en su visión. Dios habla en los sueños, medita y piensa qué hacer. Acelera más y más, evapora su trayecto en el ceniciento camino para llegar a su casa.
Y de una patada abrir la delgaducha puerta de la pieza en donde había dejado a la Julissa. Eso. Eso hay que hacer: sacarle por último a palos el miserable hábito delator de la boca, esa puta lengua como de Judas y su maldita costumbre de decir lo que no se tiene que decir.
Pero ¿a quién le vas a pegar?
¿A quién le vas a echar la culpa de tu cara de palo?
¿A quién vas a culpar de endiablar a las Cristal o a El gato los domingos en la mañana y durante las oscuras noches de la semana hacerles motivo de culto?
Dime a quién.
Todos en solo unos ojos te vieron y no fue la Julissa la que sapió, eso lo sabes y sabes que ahora solo la buscas por inercia, por tu costumbre, pero, en realidad, sabes que lo que buscas es una caja en la cual meterte y desaparecer.
Así, fue el 21 de septiembre, cristalizándose tres días enteros de una intensa borrachera en un supuesto honor a la patria tricolor y toda una vida de pestilencias.
Que Guillermo Mesa, el hombre, el pastor pachoncito que predicaba en la feria de la calle Manso de Velazco, el habitante de uno de los tantos pasajes Miguel Carrera, guardó en el bolsillo interior de su chaqueta de cuero L.L Bean, como las de Elvis Presley, un cuchillo carnicero.
Y montándose en su Nissan V16 pigmentado meconio y sabiendo ahora más que nunca cada numerito y letra de su matrícula (FN 66 48), estando ahora más que nunca despabilado, así fue como destinó que mataría a la Julissa.
No hubo testimonios, pero es fácil suponer.
Hay un orden, tal vez, para los sucesos.
Un orden, acaso, para lo terrible.
El Guillermo supo de inmediato, en cuanto su culo se comenzó a hundir en el asiento gastado, que su esposa estaría en casa de sus suegros. Esa siempre le vas a llorar, piensa y sigue acelerando.
Entonces, comenzando a esconderse el fuego del día, se mete al pasaje que buscaba. Se baja y aprieta el filo del cuchillo contra su pecho, confirmándolo: ahíestáahíestáahíestá.
Comienza a dar los veinte pasos que tantas otras veces le habían convocado escenas distintas, quizás bellas, como para celebrar el año nuevo o alguna navidad, como para su primer aniversario con la Julissa, cuando ella le dijo que nunca más le sería infiel.
Pero de eso mucho, tal vez demasiado. Y ahora sin necesidad de tocar un timbre nunca habido y abriendo la reja siempre dispuesta, ahora da algunos pasos que se le restan al sumatorio total. Veinte es nada.
No tarda en llegar como un zombi a la pieza de la Julissa. Esquiva a manotazos y golpes con puños piedra a la suegra que derrotada llama al esposo ausente.
Guillermo da los siete pasos que le faltaban y toman a la Julissa que, como un conejo, salta entre sus brazos gritándole: ¡Desgraciado! ¡Desagraciado! ¡Desgraciado!
Y descalibrando la memoria de una danza ejecutada en no más de veinte pasos, una coreografía tal vez feliz, da un paso más, da un paso hacia atrás Guillermo y saca de su pecho el cuchillo que clava como los dientes de un Pit Bull rabioso en la vida que ahora se deshilacha al frente de él.
El silencio gobierna.
No hay registros formales de gritos.
Nadie ve al cuerpo y su caída, pero la escena se reconstruye de forma simple.
Hay un orden, quizás, para la muerte, para la inasible. Hay un orden para todo.
La Julissa, tú esposa, se desploma y duerme agitada en el suelo, columpiándose sus pupilas ahora sin miedo. Cae formando una equis fracasada, tu fracaso, el elemento fallido de alguna ecuación sin solución dispuesta para joderse la vida.
Aunque para ti esa equis tiene una forma de cruz y te alegras y te vas y no vuelves y desapareces en otro ataque frontal a la rutina, esta aparente danza de la felicidad que jamás te hubiera puesto a correr por la calle gritándole al mundo entero, pero por sobre todo a los uniformados color pasto que te persiguen:
¡Soy libre! ¡Soy libre!
¡Sin pecado! ¡Soy un santo!
Autor de "Este orden"
Una narrativa surrealista sobre la maternidad, la transformación personal y los vínculos emocionales inesperados
por África Mesa Rubio
Ha aparecido una ballena en el patio. Me he alegrado tanto que corro a comunicárselo a M. ¿Cómo saldremos ahora de casa?, pregunta al ver al mamífero marino. Llama a la policía portuaria para que vengan a por ella, acaba gritándome.
No piensas más que en tus cosas, no ves que la criatura se ahoga. Riégala, le digo medio enfadada, pero en lugar de esperar a que él lo haga, corro por toallas empapadas de agua y la cubro para preservar más tiempo la humedad de su piel.
Me pregunto para qué le solicito a M. ciertas cosas si siempre acabo haciéndolas yo. ¿Será que busco motivos de disputa, o quizás solo coleccione alegatos sobre sus formas de descuidarme? Lo más práctico sería que no le pidiera nada.
M. se limita a trepar por la joroba de la ballena y a marcharse enfurruñado al trabajo. Después de despreciarlo con un: Ojalá te atropelle un coche, me quedo embelesada en los ojos de la criatura.
Están llenos de melancolía, o eso me transmite la inundación de imágenes odiseicas que nadan dentro de un iris del tamaño de una pelota de tenis. Mirar dentro ha abierto un agujero en mi esternón. He visto la parte más cruel de mi misma.
Las palabras con que he maldecido a M. avivan mi culpa. Me abandoné a las prácticas egoicas hace mucho tiempo. Beso a la ballena y le pido perdón. El resto del día transcurre en un ir y venir a mojar y a abrazar a la criatura.
He encendido la manguera y he refrescado al animal del patio. Le fabriqué una especie de papilla con latas de pescado. Se me ha metido en la cabeza que podría ser mi hijo recién nacido, a veces es bueno dedicarse a otro.
Por supuesto, me negué a llamar a las autoridades, no quiero que se la lleven. M. ha dejado de insistir en el momento en que lo arrastro hasta el salón y lo desnudo.
Nos revolcamos sobre la alfombra como amantes nuevos. Hacía años que el deseo no frecuentaba mi carne con ese ahínco. La compasión reaviva el vínculo. De nuevo somos dos aunando nuestros pies en un camino común.
Es sábado y M. duerme a mi lado. Lo contemplo un rato como cuando aún lo amaba con una fuerza animal. Con la generosidad del enamorado. Acaricio su espalda y su vientre y busco su sexo para agarrarlo y esperar a que crezca.
Despierta y me pregunta que qué hago. Quiero lo mismo que ayer, le digo mientras lo beso en el pliegue del cuello, donde tanto le gustaba. ¿El qué?, responde. Mi boca se mustia y contagia al resto del cuerpo que entristece. No lo culpo. El olvido se ceba con la falta de práctica.
Paso el día tumbada junto a la ballena. Me concentro en el latido de su corazón y chapoteo en la balsa que se ha formado bajo el volumen montañoso.
Me duermo como si ahora fuera ella la madre. Sueño que soy un pez confundida con otros seres marinos. Nadamos en comunidad. No me distingo de entre la multitud plateada. Una gran boca nos traga. Duermo esa muerte acompañada. No temo a nada.
Al levantarme me he desnudado a sabiendas de que el vecino me espiaba. No me ha importado. Estoy segura de que es ella la que está obrando cambios en mi organismo. Como si estuviera preñada devoro naranjas.
En el mercado busco melón, uvas, mandarinas y frutas jugosas. Allí tropiezo con el vecino que se ofrece a cargarme las bolsas hasta casa. Lo he invitado a pasar con la excusa de que contemple al animal varado en el patio.
Es hermoso, ¿verdad? Creo que es un macho, le he dicho a la vez que acariciaba la frente de la ballena.
Luego he hecho lo mismo que con M., en mi salón, sobre la alfombra. Vencida. Como una vela se rinde a una tempestad imposible de rehuir. La avaricia me ha poseído y necesito copular sin descanso.
He regresado al mercado en busca de frutas. El hambre y la sed van en aumento. Allí estaba el vecino. Me saludó, pero no se ofreció a llevarme las bolsas. Se lo pedí. Mi sexo tenía el hambre que produce la preñez.
Dijo que lo sentía, que iba camino del trabajo. Debió notar la decepción en mis ojos. Se excusó de nuevo. No llevaba la misma dirección. Me atreví a invitarle a que viniera a ver a la ballena cuando quisiera. No sabía que tuvieseis un animal así, me contestó.
El resto del día estuve tumbada junto a la criatura. Me hubiese gustado tanto ser su cría. Me dormí y volví a soñar que nadaba en la profundidad de un océano oscuro.
Había perdido el banco de peces y no encontraba la superficie. Desperté al escuchar a M. ¿No has hecho la comida?, vociferaba. Me reconfortó su presencia a pesar del mal humor. Me levanté animosa y cociné para él. Mientras movía el guiso lo besaba. Estás rara, dijo, pero se entregó a las manifestaciones de ese afecto glotón y pegajoso. Me pareció complacido.
Ha llovido toda la madrugada. Remoloneo en la cama con el placer que produce estar preñada. A sabiendas de que la criatura hoy no necesita que la moje, me vuelvo a dormir.
Cuando despierto, ya entrada la mañana, salgo a contemplar cómo continúa lloviendo. La ballena ha desaparecido. Lloro su ausencia largo rato. M. me pregunta que qué me sucede. No quiero envejecer, le miento y me abrazo a su cuerpo.
Solo me queda confiar en que la gestación llegue a buen término.
Autora de "Gestación"
Advertencia: Este relato contiene temas sensibles incluyendo violencia, muerte y contenido psicológico intenso.
Una narrativa intensa sobre la culpa, el sacrificio familiar y las decisiones irreversibles que marcan el destino de tres generaciones
por Adolfo Alejandro Conrado Mendoza
Hoy mismo me moriré, lo tengo clarito; hoy mismito me mataré y quizá dejaré de sentir esta pena que siento hace varios años, quizá Dios pueda perdonarme y darme ese descanso que tanto ansío y que aquí ansiamos tantos.
Es bien cierto que yo, a mis cincuenta años de edad, no llevé una vida de pecado, pero aquella gran ofensa que cometí recién ayer, esa sí es pecado mortal, una llave directito al infierno. Eso se la pasaba el cura repitiendo cada domingo, pues aquí asesinar a alguien es más común que ir a escuchar lo que tiene que decir el cura.
Mi papá lo sabía bien, pues diario salía con la pistola bien cargada y a la mano; mi madre también lo sabía, pues cargaba entre sus ropas, como muchas otras mujeres de aquí, un puñal por si había ocasión en que tuvieran que defender su dignidad o la de sus chamacas.
Y eso se nos enseñó desde bien pronto a mí y a mi hermana, eso que aquí es ley: mejor es matar que morir a manos de cualquier tipejo; pues aquí no falta un mendigo que, por hambre, por habladas o por unos pesos, comprometa su alma y lo mate a uno.
Y así merito se me fue mi padre, Don Lupe, el señor de la tienda de ahí enfrentito del monumento a Cri-Cri. Ese era mi padre, Guadalupe, un hombre canijo y trabajador como buen jarocho, bueno pa' los plomazos y los golpes.
Varias veces llegó herido hasta la casa allá por el Sur Dieciocho, tan borracho que ni le dolía cuando mi madre curaba sus heridas; porque ella siempre pudo curarlo. La vimos mi hermana y yo en ocasiones salvar a mi padre ella sola, incluso del filito de la muerte.
Si mi papá se hubiera arrastrado unos metros más o hubiera gritado más fuerte el nombre de mi madre, no se hubiera quedado ahí tirado en la esquina del puente, porque mi madre seguramente hubiera sanado las heridas que esos maleantes, en el afán de robarse los quinientos pesos que se ganaban en la tienda diario, le hicieron.
Mi mamá lo hubiera curado, estoy segura, porque ella era una mujer muy chingona. Doña Aurora era fuerte, ahí veníamos con todo lo que traíamos desde Potrerillo para surtir la tienda, y aunque mi padre siempre lo negó, nada más hacía falta sopesar sus bultos para notar que mi mamá cargaba más.
No hay mucho más que decir de mi madre: como muchas mujeres de aquí, era raro verla salir de sus ocupaciones rutinarias; siempre encontraba algo que hacer y era difícil que se despegara del babero siquiera para ver la tele; siempre esperando a su marido con la casa limpia y la comida hecha.
Creo que por eso le puso tan mal la muerte de mi padre: se le había ido su propósito, quizá lo único que le daba sentido cada vez que abría los ojos.
Despuésito que se murió, a ella se le fue la vida, pero Dios nomás no se la llevaba, nomás no me la dejaba descansar. Le vinieron unos dolores y un cansancio tan añejos como los tequilas de mi padre. Duró unos meses en la cama llorando e intentando reponerse antes de que se le fuera la mente, como se le va a uno la luz: se le fue de pronto.
Pues en un momento era Doña Aurora y al siguiente era alguien más, alguien que ya no reconocía su jacal ni a sus chamacas, alguien que necesitaba ayuda incluso para cruzar la puerta de su cuarto e ir para el baño.
Mi hermana Sofía y yo nos tuvimos que encargar de todo bien pronto. Apenas teníamos catorce años cuando enterramos a mi padre y no llegamos a hacer nuestra fiesta de quince para cuando mi madre requirió doctores y medicina.
Sofía y yo nos encargamos de la tienda y de la casa, dejamos la escuela casi sin darnos cuenta y cuando lo notamos ya habían pasado años y nosotras no habíamos asistido.
Yo nunca fui buena para los estudios; las letras y el palabrerío de los maestros nunca fueron para mí, pero pocos aquí disfrutaban tanto de los libros y las clases como lo hacía Sofía.
Antes que muriera mi padre se la pasaba hablando a escondidas de cómo iría a la universidad, de cómo se escaparía de noche a la capital para estudiar, pero cuando mamá enfermó jamás lo volvió a mencionar, por respeto yo tampoco.
Sofía vivió enojada desde que murió mi padre. Pocas veces al día hablábamos, y siempre era de la tienda y de mi mamá; nos pasábamos reporte, como quien dice, pues en un intento de evitar la monotonía nos turnábamos diario la casa y la tienda y no teníamos tiempo de otra cosa.
Veíamos cómo amanecía y oscurecía y volvía a amanecer; diario, entre las ocupaciones, se nos fue el tiempo como supongo que se les fue a mis padres. Los años pasaron y ahora éramos: Doña Sofía y Doña Teresa, las señoras de la tienda de ahí enfrentito al monumento de Cri-Cri.
Hijas de la enferma Doña Aurora, que nunca pudimos tener tiempo para ponernos a rodar en el kiosko como todas las demás muchachas después de la misa, que nunca pudimos ir a la feria o al parque con un muchacho y nunca conocimos caricia de hombre, ninguno se fijó nunca en estas solteronas que siempre traían pegada a su madre en la silla de ruedas y daban pinta de brujas, tristes, vestidas de negro siempre, con las mejillas pálidas y con los ojos sin ningún brillo.
La luna salió brillante como una quemazón el día que se murió mi madre. Fue recién el sábado, ya conmigo recién cumplidos los cincuenta, mi madre pudo descansar. Dijo Sofía que solo se recostó y soltó su cuerpo, como liberando tanto cansancio y desesperación de no saber nunca dónde estaba o a dónde iba.
Esa noche me había tardado un poco más en cerrar, pues había venido Juan, el de la fonda de allá del mural de Alberto Vázquez, y entre los tabacos y la plática nos dio por abrir una cervecita.
—¿Cuándo mejorará Doña Aurora, Tere? —me dijo, como me decía cada vez que quería hablar largo y tendido, pues sabía que nomás faltaba mencionarme a mi madre para que yo me soltara con la platicadera.
Esperanzada, siempre busqué remedios, siempre me encontraba de aquí para allá buscando doctores o hierberas buscando una solución para la enfermedad de mi madre.
—Deja de gastar tanto, Teresa —me decía siempre Sofía—, mi mamá ya no tiene arreglo —decía. A Sofía nunca le importó buscar algo para sanar a mi madre, se rindió muy rápido, se resignó a que nos tocaría esperar que Dios se la llevara, o quizá nada más estaba agarrando fuerzas para hacer lo que hizo.
No me enteré hasta mucho después que enterramos a mi madre, pero ella lo hizo, ella la mató. Le despojó del aire con la almohada que había dado comodidad a su cabeza desde hace años y fue de sus mismitos labios que me enteré.
Llevaba días con el cuero pálido y la mirada perdida, todo la ponía a dar un brinco como si estuviera mal de susto.
—No dejo de mirarla, Teresa —me dijo la noche del lunes mientras cenábamos.
—¿A quién? —le pregunté.
—A mi mamá, Teresa, no he dejado de mirarla desde que salimos del panteón —dijo—. Ella me habla, está ahí en su cama pidiéndome alivio para sus dolores.
—No tendré perdón de Dios, Teresa, nunca lo tendré —dijo, soltándose a llorar—. Pero por favor, tú perdóname.
—La miré ahí tan tranquila durmiendo que creí que así debía quedarse, ya no merecía sufrir, Teresa —dijo—. ¿Qué hiciste, Sofía? —pregunté, atónita por lo que escuchaba. —Yo la maté, Teresa, no puedo ocultarlo.
Entregamos nuestras vidas creyendo que en algún momento se sanaría, que su corva dejaría de dolerle como si no estuviera toda hecha trizas, que algún día esa señora que no recordaba nuestros nombres y nos lanzaba la comida volvería a llamarnos hijas, pero eso nunca pasó.
Nada mejoraba; mi madre misma lo decía antes de nublársele la mente, que sus dolores y tristezas eran muchos, tan profundos como para lograr sanarlos, pero nos empeñamos en tenerla ahí atada a su cama nomás padeciendo.
Y a nosotras nos dimos una vida de abnegación absoluta, sin ninguna libertad ni felicidad. ¿No te arrepientes, Teresa? ¿No te duele nunca haber vivido? —preguntó.
No sé qué tocó en mí lo que dijo, quizá algún recuerdo o una ilusión que en ese momento fue como si la hubiera entendido; la abracé ahí un rato, le dije poco más y me fui a mi cuarto, me puse a rezar por la salvación de ella y de mi madre hasta bien entrada la noche.
Y ahí estaba, llorando y rezando, cuando me pareció escucharla desde su cuarto, como con una voz agonizante llamaba a Sofía y le pedía agua: —Muero de sed, Sofía, por favor, hijita, alcánzame un tantito de agua—.
Se oía como un susurro espectral desde el fondo de la casa. Quizá por querer ver de nuevo su rostro, fui para el cuarto con una jarra de agua y un vaso. Sentí que enloquecía mientras avanzaba por el pasillo hacia el cuarto de mi madre: ella está muerta, la habíamos enterrado el domingo, era imposible que ahí estuviera pidiendo agua.
Aun así, avancé, lento, mientras seguía escuchando sus quejidos del otro lado de la puerta. La abrí despacio, como si me aterrara lo que fuera a ver del otro lado. Entré y no había nada; recién que vi la cama vacía, los quejidos pararon.
Estaba ahí, paralizada en medio de la oscuridad húmeda de la noche veracruzana. Sofía se asomó por la puerta, justo detrás de mí.
—¿Qué haces con eso, Teresa? —preguntó, al ver la jarra de vidrio y el vaso que cargaba.
Nomás volteé a verla un minuto completito, un minuto que se sintió como toda una vida, así mismito como se nos fue la vida; en un minuto tomé fuerzas y le sorrajé la jarra de agua en la cabeza, y no dejé de darle hasta que dejó de moverse.
No quería tener que escuchar por siempre a mi madre, y por eso mismito hoy debo matarme, porque no quiero andar por ahí con la mirada triste y perdida de los asesinos, viendo por todos lados visiones y oyendo de todos los rincones los lamentos de sus culpas.
Sea a donde sea que vaya, espero no volver a escuchar nada de ninguna Doña Aurora ni de Sofía.
Espero, ojalá, también del otro lado no tener que saber nada de mí.
Autor de "Hoy mismo me mataré"
Una historia de redención sobre la caída y el renacimiento de un hombre que busca recuperar su dignidad y el amor perdido
por Miguel González Troncoso
Desde la esquina de la calle desierta el hombre miraba con nostalgia la casa que alguna vez fue suya para después de algunos minutos alejarse pausadamente calle abajo.
Caminando sin rumbo fijo, Joaquín Echeverría se detenía ante los tarros de basura y escarbaba en busca de algo para comer, en cada parada se echaba al gaznate un largo trago de vino litriado desde la botella de vidrio que mantenía en el bolsillo interior de su abrigo descolorido ya por la suciedad y por el paso del tiempo.
Dormía en la calle, en un sitio eriazo, al lado de la construcción de un edificio en calle Nataniel con Avenida Matta, y algunas veces, si estaba muy ebrio, se quedaba escondido entre los numerosos árboles y arbustos del parque O'Higgins.
En las mañanas, con disimulo, se acercaba a alguna de las llaves de agua dispuestas para el riego, donde se lavaba y aprovechaba para ordenar su vestimenta y la frazada que enrollaba y amarraba con un cordel, después, se iba caminando hasta la Alameda.
En el trayecto pedía limosnas a las personas que transitaban por el lugar, algunas se molestaban y lo escupían, otras lo empujaban, para otras les era indiferente, pero aquellos que se atrevían a mirarlo siempre le daban una que otra moneda.
Cuando se encontraba con algo de ánimo Joaquín se dirigía a la casa de las religiosas misioneras de calle Olivares, donde a cambio de una comida caliente y de alguna camisa usada, se las daba de jardinero, recogía las hojas secas y regaba las plantas y flores del jardín dedicado a la Santísima Virgen.
Las monjitas se enternecían de sus ojos azules y rostro amable, pero últimamente estaban un poco recelosas, pues Joaquín, al escuchar que conversaban en inglés y que estaban confundidas en relación a una dirección, sin darse cuenta les hizo una observación en dicho idioma y quedaron sorprendidas.
Con las monedas que lograba juntar compraba pan y un litro de vino en la botillería clandestina, no le gustaba beber vino en caja, le gustaba sentir el ruido que hacía el vino al bajar y subir por la botella de vidrio cuando la empinaba para darse un trago.
Joaquín, desde hace tres años que ha estado viviendo en la calle, perdió su trabajo como traductor en la Academia por su afición desmedida a la bebida. En el lapso de un mes llegó más de tres veces curado a la pega, lo despidieron. Se había convertido en alcohólico.
Hoy, a la entrada del metro Universidad de Chile a divisado a su hija Úrsula, sabe que estudia el último año de la carrera de derecho, pero no se atreve a llamarla ni que lo vea, siente vergüenza, por lo que sólo se conforma con mirarla desde lejos.
Ha comenzado el invierno y no ha dejado de llover desde hace días, Joaquín continúa en las calles pidiendo limosna para sobrevivir, pero sabe que es muy posible que no pueda soportar este invierno.
Muy a su pesar, pues siempre ha sido un vagabundo solitario, ha decidido acercarse a la hospedería que atienden los curas, allá abajo por la Alameda.
Cuando llegó a la hospedería estuvo como diez minutos sin decidirse a entrar, pues pese a saberse alcohólico, tenía algo de orgullo. Se decía a sí mismo que otros estaban en peor situación que él; por suerte, otro vagabundo que llegaba a dormir lo animó a entrar:
- ¡Vamos amigo, que después no habrá lugar!
Y tomándolo de un brazo, lo ayudó a cruzar la calle hasta la entrada.
De inmediato se le hizo pasar a un gran comedor donde había unas sesenta personas y le dieron un plato de sopa caliente y un pan; alimento que tomó pausadamente y en silencio; después se le ofreció una cama, ropa limpia, jabón y máquina de afeitar.
Al día siguiente, se duchó y desayunó café con leche y pan con mantequilla, y antes de salir de la hospedería se le acercó uno de los curas del lugar y conversaron por algunos minutos.
Así ha estado sucediendo hace alrededor de dos meses.
Joaquín ha dejado de beber desde el mismo día en que llegó a la hospedería. Hoy se ha vestido con el traje y zapatos usados que le han entregado. Se siente cómodo con la vestimenta, pero reconoce que está nervioso, no sabe cómo reaccionará Úrsula cuando lo vea.
Por lo menos lo intentaré –reflexiona-, y después de recibir del cura una palmada afectuosa en el hombro, salió a la calle.
Autor de "La hospedería"
Un relato íntimo y crudo sobre los ciclos de autodestrucción, las promesas incumplidas y la búsqueda constante de redención personal
por Fino Sosa
"Dejar las harinas. El alcohol. Los dulces y las ganas de inmolarme. Abrir una a una las ventanas y pensar en soluciones sensatas para no ahogarme en las garras de este rencor."
Si todo fuese así de fácil, seguramente sería otra mujer, pensó.
Mirándose al espejo, desnuda y con las manos enredadas en los vellos del pubis, lloró. Su cabeza distópica penaba en la penumbra. Fue hasta la heladera y destapó una cerveza negra. Bebió del pico y luego prendió un porro.
Fumó. Bebió. Fumó. Bebió.
Le llegaron los paisajes de siempre, las vueltas de su calesita, las prioridades, la paranoia, los espacios vacíos y las ganas de no ser ella. Su perro se acercó sigiloso, la olfateó y le lamió la herida abierta que tenía bajo la rodilla derecha.
Volvió a olfatearla y con un gruñido ahogado, dulce, le hizo saber que la amaba.
Ella fumó. Bebió. Fumó. Bebió.
Aferrada a la botella y con los ojos húmedos de la redención repasó nuevamente su lista:
"Dejar las harinas, los dulces, el alcohol y sacar a pasear más seguido al Manchas".
Autor de "LA LISTA"
Un relato de terror psicológico sobre la paranoia, la culpa y los espejos oscuros del alma humana
por Luis Pincheira
Doña Etelvina volvió del centro de rehabilitación confiando plenamente en que ya estaba curada. Se sentó a la mesa para tomar té con encebollado y marraqueta tostada.
El ruido de un auto estacionándose en la casa del vecino se mezcló con un prolongado sorbeteo a la cuchara; la necesidad de asomarse por la ventana había desaparecido.
Oyó a lo lejos una risotada que le sonó familiar, aunque no era capaz de distinguirla. Entró a su pieza y la escuchó más alto; provenía de la casa de en frente.
Se asomó y divisó a otra señora que lucía muy parecido a ella, mirándola desde la ventana vecina. Conocía a los ocupantes de esa casa, pero jamás había visto a esa mujer.
Se inquietó y barajó ir a presentarse con su entrenada falsa amabilidad; se arrepintió al recordar que ya no debía meterse en la vida de nadie.
Volvió a su pieza. Recostada, cerró los ojos con afán de dormir. Al no poder hacerlo, los abrió nuevamente.
Creyó, con pavor, haber visto por un instante el rostro de la señora misteriosa, encaramada encima de sus aposentos mirándola fijo a centímetros de su cara.
Saltó del miedo y corrió hacia la ventana. Ella seguía en frente, sin despegar los ojos de la casa de Doña Etelvina.
El horror fue el nuevo obstáculo para ir a conocer esta inquilina. Escuchó un murmullo, era de la vecina de al lado, que llegaba a casa en compañía de un hombre.
- Yo sabía que esta le pegaba en la nuca al asopao del marido. Y el escote que se gasta. Si ya no hay respeto
- se dijo a sí misma en voz alta.
La distracción alejó su temor, la alivió, le provocó euforia. Se sintió una estúpida por intentar dejar atrás su afición por juzgar a los vecinos.
Cuando volvió a mirar al frente, el rostro inquisidor se mantenía intacto, y en la casa continua, otra doña muy parecida, asomada en la ventana mirando hacia su casa en la misma posición.
Doña Etelvina se exaltó en un ahogado grito. Tiró de pelos de su cabeza con tanta fuerza que los extrajo de raíz, chocando los puños con la ventana hasta quebrarla.
Afuera solo silencio.
Autor de "Los ojos de Etelvina"
Un ensayo poético e introspectivo sobre la identidad del hogar, los lugares que habitamos y la hermosa metáfora de llevar nuestra casa a cuestas
por Mariella Maisonnave
"¿Qué era mi casa?"
Me preguntaron qué era mi casa. Podría haber respondido alguna de esas frases tan trilladas como mi casa es mi santuario, es la casa de todos, donde soy feliz.
Sin embargo, ninguna de esas afirmaciones sería exacta. La pregunta disparó la necesidad de identificar un lugar. Un montón de imágenes aparecieron en mi cabeza de inmediato, todas entreveradas.
Empecé a recorrerlas una a una, ojos cerrados, lista para transportarme a ellas.
Apareció ante mí, la casa que habito, rosada y blanca, esa que desde que pisé por primera vez, supe que iba a ser mi lugar; la casa de mi infancia con el limonero, la parra, hasta me pareció escuchar las voces de mis amigos de la cuadra.
Con los ojos todavía cerrados, visité la casa donde viven mis padres, ahora abuelos. Mi escuela; lugares fantásticos que tuve la fortuna de conocer.
Me vi entrando y saliendo de cada uno de esos lugares con libertad, dejando mis experiencias, pero sin sentir que dejaba un pedazo de alma.
En un movimiento inconsciente, mi cuerpo se encorvó como si buscara protegerme del entorno.
Recordé entonces la facilidad con que me acomodo cada vez que tengo que pasar periodos fuera, cómo, con muy poco, cualquier lugar se transforma en mi lugar.
Y ahí me di cuenta de que llevo mi casa a cuestas, que mi casa soy yo.
Y dado lo escurridiza de mi forma de ser me pregunto...
¿Y si soy un caracol?
Autora de "Pregunta"
Una historia conmovedora sobre el trauma, la pérdida y cómo los recuerdos dolorosos pueden transformar nuestra relación con elementos básicos de la vida
por Mariella Maisonnave
Felipe acababa de tomar el café más amargo y excesivamente corto de su vida, típico café italiano. Con el ceño fruncido, inclinó la cabeza hacia adelante solo para convencerse de que no quedaba una gota más del líquido marrón en el diminuto pocillo.
Una áspera sensación de sequedad inundó su garganta. Buscó en la mesa y sobre un platillo también diminuto, vio reposar el vaso de soda.
Las burbujas se pegaban a las paredes del vaso, bregando por salir de esos muros. Estiró la mano y posó sus dedos con suavidad sobre el contenedor de vidrio. Así permaneció unos segundos eternos.
Su garganta pedía a gritos cualquier cosa que la salvara de la amargura que la atravesaba de punta a punta.
Decidió soltar el vaso; la mano, rápida, se introdujo en el bolsillo izquierdo de su saco. El dedo medio quedó aprisionado en una rotura del bolsillo, desconocida hasta ahora. Con cuidado, desenganchó la extremidad para no seguir rompiendo su mejor abrigo.
Empujó la mano entera hasta el fondo del bolsillo y allí estaba. El chicle con relleno de juguito que esa mañana, divertido, había tomado de la generosa copa repleta de golosinas que el hotel donde se hospedaba ofrecía a sus pasajeros.
Eso serviría. Cualquier cosa serviría mientras sustituyera al agua. Agua, elemento necesario, codiciado, causa de riqueza y guerra y que, sin embargo, él aborrecía con todas sus fuerzas.
Su aversión por este líquido venía de mucho tiempo atrás, aunque seguía tan vivida en su memoria como desde el día del accidente.
Una salida familiar que aquella vez había contado con invitados especiales, el vecino de cara redonda y roja y su hijo flacucho y alto, altísimo. Ambos se llamaban Marcelino y a él esto le causaba mucha risa, tanto como las bromas que el apreciado vecino acostumbraba gastar a todos en el barrio.
Marcelino manejaba un camión que esa tarde condujo a toda la prole hasta la playa. Apenas habían depositado los enseres en la arena cuando los niños ya estaban corriendo hacia el agua.
No vayan lejos, les habían indicado cien, mil veces. Riendo entre las olas, la distancia desde la orilla fue en aumento sin que lo notaran. Y así, los niños desaparecieron de la vista de todos.
El primero en correr hacia el mar fue Marcelino, decidido, se introdujo en la bravura de las olas que imponían una barrera difícil de vencer, tanta era su fuerza. Esta vez, no había lugar para bromas.
La madre de los niños lo siguió, aunque no sabía nadar.
Sin que supiera cómo, Felipe se encontró saliendo del mar bravío sobre los hombros de Marcelino. Atrás de ellos venía el muchacho alto y flaco, nadando con esfuerzo, intentando vencer las olas que insistían devolverlo a la profundidad del agua.
Ni bien sus pies tocaron el suelo, Felipe buscó a su madre. Es difícil describir el terror que se dibujó en su rostro al saber que la mujer se había adentrado al mar.
Fue esa tarde, la última vez que Felipe vio a su madre.
Sentado a la mesa del bar, tomó el pocillo vacío entre sus manos y no pudo evitar pensar en ella; y en la muerte, ese conjunto vacío que esa tarde se asemejaba a su taza de café.
Vacío, solo eso, falto de contenido, de emociones. En eso se había transformado la muerte para Felipe, presencia o ausencia, vocablos antónimos en un diccionario.
La muerte de su madre había sido la única para él, todas las demás que había enfrentado solo dejaron un hueco sin contenido ni sentimiento.
Con esto en mente y la mirada perdida recorriendo el salón, se levantó sin prisa y se dirigió a la habitación contigua. Sus ojos buscaron la copa de golosinas. Con una sonrisa infantil dibujada en el rostro introdujo enteramente su mano en el recipiente para saciar su sed.
Autora de "Sed sin agua"
Una historia profundamente conmovedora sobre una niña que crea un cementerio para objetos desechados, explorando la memoria, el abandono y cómo los niños procesan el dolor
por Christian Camilo Useche Pineda
"Aquí duerme el zapato que bailó en la sala, su hermano desapareció primero"
escribió con color rosado en una tira de papel de cuaderno mal recortada, y la pegó en la caja de cereal que ahora resguardaba el alma de aquel zapato. Luego, tomó la caja y la llevó con la misma solemnidad con la que se transporta lo sagrado.
Antes de abrir el armario hizo una pequeña reverencia hacia él como quien pide permiso para entregar una ofrenda, apartó una fila de otras tumbas con el perdón de los difuntos y suavemente ubicó al nuevo miembro de su cementerio, guardó un minuto en silencio y cerró el armario.
Aunque lo pareciese, aquello no era un juego, era su deber.
La idea se sembró aquel día que visitaron al abuelo que nunca había conocido y encontró que, a diferencia de otras lapidas, la de él no tenía palabras, solo un nombre ilegible, una fecha y flores marchitas.
—Alguien lo arreglará un día —le dijeron sus padres sin saber explicarle el porqué de la diferencia, mientras se miraban entre ellos como si tampoco quisieran entender mucho.
Ella no insistió.
En otra ocasión, durante una incómoda e invasiva visita a casa de su tía, su padre y primos se encargaron de entregar al camión de basura cajas llenas de "cosas inútiles", mientras su tía, entre gritos y lágrimas, reclamaba sus relojes que ya no daban la hora, las boletas de cine que ya no se leían bien y las servilletas de los cafés donde su fallecido esposo le había dibujado corazones.
Aquella reacción le recordó al llanto desconsolado de su madre aquella vez que la descubrió en el cuarto que había sido del abuelo, sosteniendo una camisa en las manos que no quiso que nadie tocara por semanas.
Fue entonces cuando pensó que, tal vez, así como se llora por las personas que se van al cielo, también podría llorarse por las cosas que se quedan en la tierra. Porque gozan también de un alma que, aunque es muda, tiene mas memoria que un espacio en la tierra con una lápida vieja.
Y aquella idea, silenciosa e inquieta, fue regada por las lágrimas de su tía, que no cesaron con el tiempo.
La semilla brotó finalmente durante la clase de redacción de la profesora Laura, donde les pidió escribir una despedida para alguien u algo que hubieran perdido.
—Puede ser una mascota, una persona, un objeto lo que sea que ya no esté en este momento —indicó con esa voz suya que no tenía prisa.
Mientras otros escribieron grandes cartas acerca de perritos, gatos y abuelos, ella recordó la brevedad de las frases que acompañaban algunas de las lápidas del cementerio que parecían haber sido seleccionadas meticulosamente para ser leídas por alguien que no necesita de explicaciones.
—En alguna parte, mi cobija azul está descansando, pero me sigue protegiendo en secreto —leyó la niña sin levantar los ojos del cuaderno cuando fue su momento de presentar a la clase sus avances.
—¿Y la cobija también va al cielo? —preguntó un niño al fondo con tono burlón, secundado por las risas de otros.
—No sé... pero me gustaría que sí.
—Yo sí creo que las cosas también van al cielo —dijo la profesora, sonriéndole a la niña como quién confesará un secreto.
—Y si no van… entonces les inventamos uno.
Y luego no explicó nada. Solo dejó que el silencio terminara la clase.
Esa misma noche, se comprometió con la labor de dar descanso digno a lo que ya no tenía uso, pero sí historia. Empezó por una muñeca que ya no abría los ojos, y le siguieron el lápiz roído del año pasado, un botón de estrella huérfano y un billete falso con los bordes mordisqueados.
A cada uno le dedicó unas palabras breves, como había visto en las lápidas reales.
Aunque al principio los epitafios carecían de la historia o potencia esperada, el tiempo le hizo hábil en capturar memorias como si hubiese aprendido a oler la nostalgia en las cosas, y a traducirla en frases.
"Ya no hace música, pero todavía sabe mis canciones."
—acerca de su flauta de plástico rota
"No olía bien, pero olía a mí."
—sobre una media sin pareja
Así, las vacantes disponibles en el sepulcro fueron disminuyendo rápidamente, mientras el armario parecía albergar más vida que la casa misma.
Fue así que, en medio de su responsabilidad y liturgia devota, descubrió que había algunas cosas que no querían ser enterradas tan pronto, así como otras que eran abandonadas sin siquiera una despedida. Ello lo notó observando a sus padres, que llenaban bolsas negras con juguetes, libros y ropa vieja, sin detenerse a preguntar si aún guardaban alguna historia.
Desde entonces, después de la hora de dormir, se inmiscuía sigilosamente en la basura en busca de objetos que merecían tanto una despedida, como aquellos que pedían quedarse un poco más.
De esa manera, su habitación se volvió una sala de urgencias donde, posterior a delicados cuidados y atenciones, los objetos terminaban aceptando su partida. Ella lo sentía en la textura de las cosas, cuando dejaban de pesar, cuando ya no pedían ser tocados, cuando creía que las memorias ya no dolían.
"La tiró después de gritar, aún se le escucha temblar."
—de la taza blanca con diseños de gaviotas rota, que parecía haber intentado volar antes de estrellarse
"Ella ya no llora por él, pero este pañuelo sí."
—del pañuelo bordado con las iniciales del abuelo
Todo mantuvo su curso hasta que, un día, llegó un paciente cuya admisión y estadía no sólo parecía ser una equivocación, sino que revelaba un esfuerzo por ser silenciado. Había sido botado a propósito, con miedo e ira, haciéndole responsable de una culpa que no le correspondía.
Ella lo acogió con especial cuidado, aunque no supiera bien qué era.
Esa misma noche notó que aquello sí era importante, pues encontró a su madre desesperada hurgando entre la basura, de donde lo había rescatado, con el rostro pálido y dientes apretados.
Pensó en devolverlo, pero algo en el modo en que la mirada de su madre divagaba entre la angustia y rabia, le dijo que no debía devolverlo, no al menos sin antes entender porqué había sido rechazado.
—Profe Laura —comenzó la niña—, ¿por qué hay cosas que los adultos se esmeran en botar fuera de la vista de todos?
—Tal vez porque creemos que, si nadie las encuentra, podemos también fingir que nunca estuvieron ahí —le respondió la profesora mientras destapaba su jugo de fresa.
Las palabras de ella quedaron resonando en la niña, aunque esta última no pudiera comprender aún cuál era el objetivo de esa necesidad adulta de desaparecer lo que incomoda, como si los recuerdos pudieran meterse en una bolsa negra y dejarse en alguna esquina.
En los días siguientes al último hallazgo, algo cambió en la casa. No fue inmediato, pero se hacía evidente, empezando por las visitas frecuentes de adultos que hablaban susurrando, el sonido del agua corriendo por más tiempo en la ducha y la ausencia de risas en el desayuno.
Lo abrumador del ambiente llegó incluso a infiltrarse en la sala de urgencias y mausoleo de la niña; donde las cosas, usualmente mudas, parecían ahora murmurar entre ellas.
Ella se cuestionó si era quizás esta última presencia que había acogido la que perturbaba su cotidianidad, y por primera vez desde que comenzó su colección de heridos y fallecidos, sintió miedo de acercarse.
Como si ese algo tuviera voluntad propia, una incluso mayor a la suya.
Con el transcurrir de los días, las voces que antes se asemejaban más al silencio, empezaron a subir su volumen hasta los gritos; hasta que una noche, sus padres iniciaron una contienda en la que aparecieron nombres que no pertenecían a la familia, fechas que no coincidían, y reproches sin responsables.
En medio de la disputa; la niña, refugiada en su habitación, temía que de aquella batalla no quedara nadie quien escribiese algún epitafio, sin embargo, un silencio sepulcral llegó después de un portazo y el sonido del auto desvaneciéndose.
"Se fue sin despedirse, pero yo lo perdono"
—cuando no volvió al séptimo día de haberse marchado
Nadie le explicó, y ella tampoco preguntó.
Llegó entonces una fría noche en la que, mientras la niña fingía estar dormida, la madre entró en la habitación como quién juega a las escondidas consigo mismo, sin esperar que allí lo encontraría en una mesa, en su lecho de muerte, el motivo de su desvarío: el objeto que ella misma arrojó creyéndolo muerto.
Su rostro palideció y se horrorizó, para luego despertar desesperadamente a la niña y exigir una explicación al respecto; ella, al principio renuente a las palabras, rompió el silencio al notar que su madre estaba a punto de llorar, no de furia, sino de algo más parecido a la tristeza, casi como arrepentimiento:
—Solo lo cuidaba hasta que estuviera listo, estaba solo, así como los otros.
—¿L-los otros? —tartamudeó su madre retrocediendo.
La niña asintió, y procedió a tomar la mano de su madre, para llevarla al armario y darle la bienvenida al santuario que había creado para preservar la memoria de aquello que las personas se negaban a cuidar y darles un lugar.
El gesto de asombro que acompañó a la madre se deformó en una mueca entre el asco y dolor, a la que le siguió un impulso frenético que; aunque lento y delicado al principio, empezó a desmantelar una a una cada tumba, como un saqueador quien, luego de no encontrar riquezas o consuelo, profanaría con violencia y destrucción todo rastro de dolor, como si con arrasarlo pudiera purgar su propia culpa.
La niña observó atenta en silencio, sin lágrimas, con la dureza de quien ya ha visto eso antes, con los ecos de la desesperación de aquel quien que ama, pero que nunca aprendió cómo no hacer daño.
La última de las víctimas de su madre fue aquella lámina oscura que, cuando la levantó antes de rasgarla, se unió a la luz del bombillo, revelando la figura de algo curvado, como una coma, en mitad de la nada.
Fue la primera y última vez que la niña pudo notar que "eso" también la veía, aunque hubiera sido rechazado por una historia de traición que nunca llegó a contarse en las reuniones familiares de los domingos que jamás hicieron espacio para los hijos que no eran del mismo padre.
Luego de aquella escena, el cementerio no volvió a abrir sus puertas, así como la sala de urgencias fue desmantelada, pues ya no hubo quien les atendiera con tanta diligencia.
Por su parte, la niña escribió un último epitafio antes de recluirse en el silencio, uno muy personal que sintió el apuro de realizar luego de darse cuenta que no sabía cuándo el mundo la desecharía, tal y como había visto a los suyos deshacerse de las cosas y seres, a los que nadie les otorgaba palabras de despedida o guardaba debido luto:
"Si algún día también me botan, que mis cosas me lloren, por si las personas no saben cómo hacerlo."
Autor de "Si algún día también me botan"