Una historia sobre la amistad incondicional entre una niña y su mejor amigo de cuatro patas
por Constanza Lucía Rocha Hernández
Su mejor amigo había llegado de forma inesperada. Con trece años, ella ya se consideraba capaz y responsable para cumplir el mayor deseo de cualquier niño: una mascota.
Después de constantes insistencias a sus padres, ellos salieron un sábado en la mañana y regresaron más tarde con lo más bello que habían visto sus ojos hasta entonces: era pequeño, de color café oscuro, con una mancha blanca en su nariz y alrededor de su cuello.
En cuanto lo pusieron en el piso, el pequeño cachorrito encontró su lugar en el regazo de la niña, deshaciéndose en lengüetazos y fuertes movimientos de su cola. Ella estaba feliz, por fin se cumplía su sueño, y el perrito en sus brazos reflejaba la misma felicidad.
–Laura, tenemos que ponerle nombre– le dijo su papá, antes de empezar a soltar una lista de nombres. Les tomó mucho, pero lograron llegar a la decisión final.
–¡Tifón! Que se llame Tifón– les arrojó Laura. –Mírenlo, sí parece, está dando vueltas por toda la sala–. Su mamá solo pudo asentir.
–Me parece adecuado, se llamará Tifón.
Sus primeros días los recordaba con mucho cariño. Al pequeño Tifón no le gustaba dormir solo, por lo que dormía entre los cuartos, donde era más fácil para él despertarla para ir a la escuela. Por el contrario, a ella no le gustaba ir, quería pasar cada minuto con él.
Sus días favoritos eran los días lluviosos, ambos salían a correr y a llenarse de lodo. Después de brincar juntos en cada charco que encontraban en el parque, regresaban a casa dejando charcos más pequeños por donde pasaban, siendo perseguidos por los gritos de su madre que se enojaba por el desastre hecho.
En días que no llovían, encontraban refugio en un pequeño jardín retirado de su casa; no pertenecía a ninguna otra, era solo un espacio agregado, sin paredes y poco concurrido. Conforme la adolescencia y los cambios de humor se volvían insoportables, ese jardín se convertía en un escape de todo lo que la pudiera molestar o dañar.
Pasaban mucho tiempo juntos ahí, mientras Tifón jugaba y jugaba y jugaba, agotando sus infinitas energías de cachorro. Para Laura, eran los momentos en los que se dejaba llevar, pensar, llorar o simplemente disfrutar los juegos de Tifón. Sin embargo, los atardeceres ahí se sentían mágicos, con los hermosos colores del cielo y las parvadas que navegaban a grandes velocidades en el aire.
Durante los primeros meses de su llegada, el mundo de Laura se había iluminado, pero cambió con la noticia de una mudanza. Fue inesperado, muy repentino, pero, afortunadamente, tenía cuatro patitas que la sostenían.
El nuevo lugar era… solitario, era la mejor manera de describirlo. No conocía a nadie, casi no se animaba a platicar y conocer a nuevas personas; eran meses complicados para ella. Aunque, claro, estaba Tifón con ella, tomando el rol de acompañante y protector ahora que estaba más grande.
En las noches que la tristeza llegaba arrastrándose en la oscuridad, Laura le susurraba:
–Eres mi mejor amigo y siempre lo serás, ¿verdad?
A lo que él respondía con un lengüetazo que siempre conseguía sacarle una risa.
Por fortuna, su prolongada soledad se disipó pronto: con el inicio de la escuela, las amistades comenzaron a llegar y, de pronto, dos años pasaron volando.
La llegada de una pandemia mundial cambió su vida y la de su familia de manera drástica, con largos períodos de aislamiento. Fue un tiempo difícil para todos en la casa, menos para Tifón, quien fue el que la hizo replantearse toda la situación.
Tifón estaba contento todo el tiempo, subiéndose a los sillones, estando entre ellos como familia, disfrutando de morder huesos en las camas y haciendo travesuras en cada ocasión que encontraba. Se portaba como un cachorro a pesar de tener casi cuatro años, y todos en la casa lo amaban siendo el bebé enorme que era.
Otro cambio. Otra mudanza, un miembro de la familia yéndose a otro país, soledad de nuevo. Un año que pasó en borrones y llantos, su única constante siendo el cachorro que había criado y que se comportaba como el mejor amigo que siempre necesitó.
Entre nuevos inicios, lágrimas, dolor y toda la confusión de tomar una vida entera, romperla y ponerla de cabeza, no se volvió a sentir sola, su perrito era su mayor confidente, y el simple hecho de verlo jugar le traía calma a su vida.
Ahora, Laura observaba a Tifón dormido a sus pies. No se dio cuenta del momento en el que un año se convirtió en cuatro, y cuatro en ocho; su hocico, si bien ya tenía una mancha blanca natural, se había tornado platinado, al igual que las orillas de sus ojos. Su pelaje, antes de un café oscuro, comenzaba a tornarse dorado por la falta de color, y la enorme mancha blanca que rodeaba su cuello se extendía cada vez más.
En cada uno de esos pelos platinados, estaba una risa suya, una lágrima que le había confiado e infinitos besos que le había dado. Le traía nostalgia, pero también una gratitud infinita de poder compartir su vida con él.
Autora de "Creciendo a tu lado"